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La generación contemporánea ha visto los avances más extraordinarios del nivel de vida en la historia universal, pero también el triunfo de una sociedad signada por la despersonalización y el consumismo, la devastación del medio ambiente y la posibilidad de autodestrucción de la especie humana. La angustia, la anomia, la soledad y diversos fenómenos de alienación son el reverso de una era caracterizada por el progreso material. En su ética de la conservación y la prevención, Hans Jonas, el gran filósofo de la religión, aseveró que la amenaza de un catástrofe general proviene del exceso de éxito que le ha sido deparado al proyecto de Francis Bacon, que es el designio moderno por excelencia: el dominio sobre la naturaleza para el mejoramiento del destino humano. (El marxismo resultaría ser uno de los más fieles, pero no el mejor ejecutor del ideal de Bacon.) La destrucción ecológica es el fenómeno más visible que nos muestra, de acuerdo a Jonas, los peligros inherentes al programa de conocer es poder, que se basa en una actitud arrogante y al mismo tiempo demasiado optimista en torno a un crecimiento económico y un progreso científico incesantes e irrestrictos1.
Es menester, por consiguiente, una reflexión que nos enseñe otra vez lo problemático del progreso histórico y de toda actividad científico-técnica; una reflexión como la emprendieron Max Horkheimer y Theodor W. Adorno al criticar el optimismo del racionalismo y la Ilustración. Este optimismo parecía totalmente justificado, pues se basaba en los avances constantes y aparentemente imparables de la ciencia, la tecnología y la planificación, lo que hacía a primera vista superfluo todo análisis de la destructividad del progreso2. La genuina religiosidad nunca se dejó impresionar por los logros materiales de la era moderna. En cambio marxistas, liberales, positivistas y hasta anarquistas han creído de buena fe que los adelantos de la ciencia y la tecnología significarían a la larga considerables avances sociales, políticos y culturales, los cuales, a su vez, consolidarían el rumbo del progreso material y harían desaparecer factores anacrónicos e innecesarios como la religión y el nacionalismo3. El pensamiento religioso nos puede ayudar a comprender los límites de nuestro mundo y las limitaciones de nuestra mente, pues nos muestra los peligros derivados de la soberbia humana (la hybris clásica) en el intento de domeñar totalmente la naturaleza y la sociedad y, por consiguiente, nos sugiere la pertinencia de un sentido práctico de modestia frente a los logros más reputados de la civilización moderna4.
No hay que retornar dogmáticamente a filosofías pretéritas, pero sí considerar de nuevo la posición clásica: según Aristóteles la admiración y el asombro fueron los motivos primigenios de la filosofía: la admiración y el asombro entendidos como el anhelo de aprender y la filosofía comprendida como el respeto liminar al universo y la explicación de lo que parece incomprensible para escapar de la ignorancia5. El avance de este tipo de conocimiento, calificado como metafísico, místico o especulativo, ha sido uno de los factores principales para el avance del saber, y no solamente la utilidad o el interés material. El asombro ante el cosmos y frente a las patologías de la sociedad contribuye a generar el espíritu crítico. Según Aristóteles, las ciencias teórico-contemplativas, como la filosofía y la teología, tienen una dignidad superior, más elevada que las disciplinas prácticas y utilitarias, ya que las primeras tienen que ver con una razón global, es decir con una racionalidad que supera su carácter instrumental y que por ello tal vez participa de lo divino6. Por otra parte, todo conocimiento digno de este nombre presupone una duda; el objetivo (telos) de una indagación sólo puede ser vislumbrado por aquél que ha dudado anteriormente7. Y las dudas se originan, por ejemplo, cuando existen opiniones divergentes sobre el mismo asunto, como es el caso paradigmático del carácter, el valor y la significación actual de la religión. Y simultáneamente el auténtico pensamiento religioso ha vislumbrado algunos de los aspectos dilemáticos centrales de nuestra época en realidad, de todos los tiempos8.
e es propio del mito y del arte y la vinculación de ambos con lo sagrado10.